Berta es una de las protagonistas del cuento “La gallina degollada”, de Horacio Quiroga. Aquí se transforma en una de las mamás del DITAF.

Escena I. Conversación telefónica:

—Hola Dr., mi nombre es Berta Mazzini-Ferraz, quería pedirle un turno para uno de mis hijos, el mayor que tiene discapacidad.

—Hola Berta, un gusto. Me gustaría que en la primera entrevista se acerquen ud. y, si tiene, alguien que la acompañe con el cuidado de su hijo.

—Si Dr. Voy con mi marido.

—Berta, dígame Diego. Soy Licenciado en psicología. Estoy complicado con los turnos, pero el Dr. Rubén me hablo de ustedes y me comentó la situación de sus hijos. Dígame en qué horarios podrían estar cómodos para la primera entrevista. Allí nos organizaremos y pensaremos si encaramos un tratamiento para su hijo, una orientación a padres o ambas.

Todos los martes recibía al matrimonio Mazzini-Ferraz en mi consultorio. Ambos trabajaban; ella en educación y él en una administración de departamentos. Jóvenes biológicamente, sin embargo, el estrés los había envejecido profundamente. Sus cuerpos y sus rostros reflejaban el peso de años de incertidumbre, las arrugas como ríos de angustia recorrían la piel de lo que alguna vez fueron.

Una vez más relataron frente a mí la historia de sus cuatro hijos con retraso mental profundo y epilepsia. Con cada profesional repetían las mismas palabras, los mismos detalles. El desapego de lo narrado reflejaba que ya lo habían incorporado a la “historia clínica” de sus vidas. No necesité preguntar ni pude descubrir nada nuevo en lo descripto. Sus palabras estaban ya masticadas por años de consultas que siempre requerían de las mismas oraciones.

Las cuatro veces había ocurrido lo mismo: nacía un bebé hermoso, con excelente peso, y al año y medio las convulsiones repentinas devolvían a los bebés desconectados de los brazos de estos padres. El mayor ya tenía 12 años y asistía a una escuela privada en la que estaba en proceso de inclusión desde hacía algunos años. La escuela especial enviaba a una docente para hacer lo que podía en este ámbito, donde no tenían la formación para alojar y estimular a la familia y al niño. Los problemas de conducta y la imposibilidad de alcanzar siquiera un mínimo contenido pedagógico eran el motivo de las frecuentes citaciones a estos padres. La frustración de los docentes y la permanencia en el mismo grado atentaban contra la continuidad en esta escuela. Los otros hermanos no habían sido aceptados en esta institución.

El motivo de consulta fue el nuevo embarazo de la señora Berta. Esta vez la ecografía tridimensional mostraba una mujercita en el vientre de la mamá. El Dr. Rubén, un pediatra catamarqueño excepcional, me había llamado delante de ellos para que los recibiera en mi consultorio. Él, que los acompañaba en el cuidado de sus otros hijos, los había “obligado” a buscar tratamiento psicológico para ellos. Claramente les había dicho: “Necesitan un espacio para ustedes, donde hablar de sus temores frente a este nuevo bebé y sobre sus hijos para que este nacimiento cuente con padres que no estén tan solos frente al cambio y a la discapacidad”. Los fantasmas de una nueva complicación los preocupaban. El pediatra, después de varias pruebas genéticas, había desestimado cualquier malformación: solamente en sus hijos varones se producía este cuadro.

Desde la primera entrevista me encontré con dos padres desolados por el dolor. El desamparo del sistema de salud y de educación los dejaba como espectadores de un circuito que no comprendían. Habían recorrido un sinfín de hospitales para encontrar el porqué de la enfermedad de sus hijos. Ni el alcoholismo del padre del señor Mazzini ni la tuberculosis que de muy pequeña había sufrido la señora Berta alcanzaban para darles claridad a las convulsiones y el retraso mental. Ya no peleaban entre ellos. Las culpas que se endilgaban mutuamente habían sido canceladas por un médico genetista que, con total humanidad y humildad, había reconocido que la ciencia no tenía explicaciones. Esto los había aliviado enormemente.

Si bien habían transcurrido 12 años desde el primer nacimiento y 11 desde la primera convulsión, ambos –al recordarla aquel día en mi consultorio– se quedaron mirando un punto fijo en los brazos de Berta, como si aquel bebé todavía estuviese allí. Lloraron por el recuerdo. Mazzini abrazó tímidamente a su mujer. Sin embargo, era claro que él también necesitaba ese afecto. No pude dejar de angustiarme frente a ellos, a pesar de mis años de acompañamiento a padres. Solamente los observé con los ojos vidriosos y les dije que comprendía su enorme dolor. Nos quedamos en silencio los tres mirando los brazos de Berta.

A medida que avanzaban las entrevistas, quedaba clara la negación de estos padres frente a la patología de sus hijos. Ambos, en la etapa de shock, dedicaban gran parte de su energía a superar los obstáculos que presentaban la escuela común y la “necedad” de su obra social que no aprobaba los costos de los acompañantes terapéuticos y que, frente a cada trámite, obligaba a esta familia a apelar a un recurso de amparo. No podían conectarse, todavía, con las zonas de salud de sus hijos, ni entre ellos en la relación de pareja y tampoco con el reciente embarazo. La desesperanza los acechaba.

La señora encargada de la limpieza era quien asistía a los cuatro hijos. Berta, después del segundo nacimiento y la posterior convulsión, se había hundido en una profunda depresión. Mazzini, encerrado en su trabajo, compartía solamente los domingos y algún feriado con su familia.

Como psicólogo, supe desde el primer día que mi labor con estos padres iba a ser ardua. Lo traumático de las convulsiones en sus cuatro hijos había dejado marcas profundas en sus vidas. El desamparo que todavía sentían de parte de las instituciones a las que pedían ayuda los golpeaba cotidianamente: no había quien coordinara y aunara el trabajo médico con el pedagógico. Con el primer diagnóstico habían ingresado a una zona de catástrofe. Buscaban completar su amor con el nacimiento de sus hijos; y se encontraron frente a un mundo para el que ni ellos ni la sociedad estaban preparados. Aunque en realidad, ¿quién lo está?

Escena II. En el consultorio:

—Estoy embarazada de nuevo, las cosas no están bien entre nosotros… no sé si alguna vez estuvieron bien en realidad. Pero pasó. Estoy tan preocupada por el embarazo y por lo que pueda pasar… fuimos a lo de una señora que tira las cartas y nos dejó más tranquilos. Las cartas decían que iba a ser una nena sana. No es una bruja, pero va gente de todos lados. Yo la había escuchado por unas amigas… pero ¿cómo lo supo si ni panza tengo? Le cuento, Dr., y me da escalofrío… pero necesitaba saber cómo iba a nacer el bebé, me está comiendo la cabeza. ¡Lo importante es que dijo que iba a nacer bien! —exclamó Berta. Miró a Mazzini con alegría, ambos exhalaron el aire contenido por la tensión.

—Pero pasó algo que no nos gustó para nada. Primero pensé que solo lo había visto yo, pero cuando salimos los dos hablamos de lo mismo: cuando abrió el abanico de cartas fue saliendo el problema de los hermanos, lo de la beba por nacer… mire, ella no sabía nada de que Berta está embarazada —mientras que Mazzini decía estas palabras, se secaba el sudor de la frente y de las manos con un pañuelo descartable que le daba Berta —… sacó unas cartas más del mazo y salió la parca, la figura con la guadaña. La deslizó rápidamente debajo del mazo y siguió hablando.

—¡Sí, sí! Le cambió la cara a la vidente —interrumpió Berta —. Nos preocupa que le pase algo a la nena. Bueno…ya creemos que va a ser Bertita. Si es varón, Bruno.

—Papás, ¡no se preocupen! Festejemos la gestación de la nueva vida. En el campo dicen que si la panza es redonda, va a ser una niña y, si está más abajo y en punta, un varón —contuvo Diego.

Ambos papás rieron y Mazzini acarició el vientre casi imperceptible de Berta con su mano.

—Parece que es nena —dijo Mazzini.

—El sistema de salud y de educación los fue entrenando para que siempre estén atentos al déficit, a lo que falta, a lo trágico que puede pasar en discapacidad. Juntos tenemos que cambiar ese “chip” de tantos años, para que se conecten desde otro lugar con el bebé, con sus hijos y entre ustedes —aclaró Diego —. La pareja suele ser un lugar de desencuentro y combate porque es entre ustedes, en ese vínculo, donde se descargan las frustraciones y todo el rechazo que sienten las familias con discapacidad. Mis familias son un campo de guerra, algunas veces una guerra mundial… otras una guerra fría.

—Parece que Ud. también es vidente —insinuó Berta.

—No, Berta, son los años de trabajo con las familias. Siempre se repite el mismo desamparo, las mismas catástrofes, las familias se separan y no es porque no se amen, sino por el dolor que las transita. Me gustaría que se acerquen a la Universidad en donde doy unas charlas para familias. Descubrí que hay ciertas etapas de aceptación del diagnóstico, ya que no todos procesamos igual las cosas. Estas cuatro etapas son útiles para que las familias puedan comprender lo que le irá pasando a cada uno. Lo importante de estas charlas es que asisten familias, docentes y profesionales con familia con discapacidad, todos allí hablamos el mismo idioma.

—¿Dr., y ud. cómo sabe del tema?

—Saben… tengo a mi gemelo con discapacidad, Gabriel. Una infección en el nacimiento afecto su vida. Mi madre, una persona tan sabia como “loca”, ya que la discapacidad nos deja a todos un poco “locos” por todo lo que vivimos, siempre me dice: “la verdad que no sé cuál de los dos me salió peor” —la risa de los tres provocó una pausa —. Los espero en quince días aquí en mi consultorio. Y el miércoles próximo, a las 18 horas, está la charla en la Facultad. Sería importante que se acerquen los dos.

Escena III. En palabras de Berta:

Después de una de las sesiones me pregunté por qué la lava no se había enfriado. ¿Qué ocurría que todo seguía igual al primer día en el que estos padres se habían enfrentado a las convulsiones de su primer hijo? Fue entonces cuando Berta pronunció las siguientes palabras:

“Era la nochecita de un 2 de enero… mientras tomábamos unos mates, los dos bañábamos a nuestro bebé en una tina apoyada en la mesada de la cocina. Reíamos porque estábamos de vacaciones y nuestro bebé se había hecho caca hasta la cabeza. Me acuerdo como si fuera hoy que le decía a mi marido que ese verano, en realidad que desde ese día, comenzaríamos a dejarlo sin pañales. De repente empezamos a observar que el bebé daba vuelta los ojos y los ponía en blanco, como una de esas muñecas que yo tenía en la infancia. Nos miramos y el bebé aflojó todo su cuerpo. Mientras lo secaba, sus bracitos estaban tendidos hacia abajo. Salimos corriendo al consultorio del pediatra. Todo seguía igual, el bebé no reaccionaba. El médico que lo había atendido desde los primeros días estaba tan nervioso como nosotros. Salimos con él hacia la clínica y quedamos internados. Desde ese día nunca volvimos a ser los mismos… se perdieron los pañales, dejamos de bañarlo en la cocina porque ese lugar nos daba miedo, siempre lo estábamos mirando, buscando que diera vuelta los ojos para darle las luminaletas o salir disparados a una guardia médica. La casa, con el tiempo, se fue transformando en un hospital”.

Escena IV. De nuevo en el consultorio:

Luego de que su segundo hijo presentase convulsiones, Berta cayó en una profunda depresión. Como suelo escuchar en mi consultorio, no todas las depresiones se manifiestan de la misma manera. Berta había encubierto, en los primeros tiempos, su depresión con su opuesto. Ella se la pasaba todo el tiempo recorriendo hospitales, buscando especialistas. No se detenía, su ansiedad la llevaba al punto en que su casa se había transformado en una clínica. La excesiva limpieza frustraba a su marido, que reclamaba la atención de su mujer. Nadie les había hablado de este estado, por lo que Berta siguió avanzando en este camino.

En su trabajo transitaba por momentos de euforia y por otros de extrema apatía. Fue recién después del nacimiento de los mellizos, cuando los bebés presentaron las mismas convulsiones, que se hundió en el encierro de su dolor. El derrumbe de su mundo interno llegó a su punto máximo. Se desconectó de sus hijos, de la búsqueda del milagro, y apartó a Mazzini de todo su afecto. Solicitó licencia en su trabajo, para lo cual tuvo sus primeras entrevistas con un psiquiatra de la obra social, que solía atenderla en 20 minutos cronometrados. Cuando Berta intentaba hablar de sus hijos, este profesional, solía entablar monólogos sobre los cuidados que necesitaban los niños. Berta desistió de hablar del tema. La medicación la ayudó a equilibrarse paulatinamente. Sin embargo, continuó guardando polvo debajo de la alfombra. Fue tal vez la infidelidad de su marido lo que la despertó de su letargo. Haberlo descubierto hablando continuamente con una compañera de trabajo la golpeó de lleno en lo último que guardaba de amor propio.

—Berta, ahora que estás más equilibrada con la medicación ¿por qué no comenzar con una terapia? Sería importante que además de este espacio de terapia familiar, vos tengas tu propio espacio terapéutico. Avanzamos con las salidas, ahora vas a pilates, hay más gente que los ayuda… es tiempo de… —Berta interrumpió la frase de Diego, sin mirarlo a los ojos.

—Ya fui a terapia varias veces. Es siempre lo mismo. O quieren trabajar tu infancia y lo sucedido con tus padres, o te hacen anotar cosas que te van pasando e intentan convencerte de identificar tus ideas y creencias para que las cosas se solucionen. Nadie habla de lo que nos pasa en casa. Exigen que vayamos todas las semanas… y siempre pasa algo, yo hago lo que puedo… me siento mejor en la facultad con las charlas, que si bien siempre son parecidas, allí me hice amigas. Me encontré con otras familias que, si vienen a casa no se asustan con las convulsiones de mis hijos, no juzgan a mi marido que hace lo que puede y vivimos las mismas cosas. A veces llevo el mate y me quedo con algunas mamás cuando el clima está lindo. Otras veces vamos a la confitería de la facultad y nos sentamos entre los alumnos y los profesores, charlamos, nos reímos… a veces hablamos de… bueno de todo. No sabe lo importante que es para nosotras… —Berta quedó en silencio unos instantes y retomó la conversación corrigiéndose —nosotros. Ahora se sumaron algunos papás también. Pero le decía… esos encuentros nos ayudan mucho.

Escena V. En la facultad:

Berta fue avanzando en las etapas de aceptación del diagnóstico y se transformó en un ser resiliente. La invité a la universidad a dar testimonio de su camino y participó de forma natural y con entusiasmo. Año tras año, las aulas de la universidad pública se fueron llenando de profesionales, docentes y familiares. De una capacidad para 50 personas, pasamos tímidamente a un aula “mayor”, donde se dictaban los teóricos de las materias más concurridas. Unos años después, pasamos al aula “Magna”, donde se desarrollaban las actividades académicas más importantes. Allí solían invitar a autores internacionales, como el antropólogo y sociólogo español Manuel Castels, entre otros.

Comencé solo, luego le propuse a Berta y a otras mamás que hablaran de las etapas. Se sumaron los profesionales y docentes que participaban activamente en mis grupos de estudio sobre discapacidad y familia. Pero Berta era quien siempre convocaba al público. Cada encuentro nos sorprendía con su relato vivencial, daba orientaciones, tranquilizaba a esos padres enojados con las instituciones escolares y médicas.

Llegó el día que explicó las etapas de aceptación del diagnóstico con la solvencia de un extraordinario académico. Sus charlas eran una suerte de stand up; lograba el pasaje de la risa al llanto en instantes. El público disfrutaba y solían quedarse luego de terminada la charla para conversar con ella.

En el camino, muchos disertantes —docentes, profesionales y familiares— fueron alejándose. Era entendible… charlas gratuitas, movilización de angustia, dolor, enojo, cuestionamientos constantes…  ¿quién podía soportar esto por mucho tiempo?

Sin embargo, en el cafecito que a veces reservábamos para el final de las charlas, Berta me decía que a ella le hacía bien ayudar a otras familias; que había entendido que aquellos profesionales y docentes no actuaban así con las familias y pacientes con malas  intenciones, sino porque no sabían del dolor ni de las llamas. Y que a pesar de la angustia que sentía cuando hablaba de sus hijos, de lo duro que era recordar el destrato que sintió con ciertos médicos y maestros, después de cada charla ella salía más “liviana” y sentía que su vida cobraba un nuevo sentido.

Sentados en el café me dijo:

—Licenciado (solamente me decía mi nombre cuando estaba muy triste), es hora de que trabajemos con las familias de otra manera. Si citamos a las familias que vienen a las charlas según las etapas que están atravesando y hacemos espacios grupales con talleres y actividades vamos a llegar a más familias. Entre todos nos vamos a ir ayudando, es tiempo de que los que nos ayudan comprendan cómo son nuestras vidas.

Diego Ariel Benevento
Psicólogo

(Del libro Familias en tramas, Dispositivo de Intervención Temprana a la Familia,
Buenos Aires: Ediciones DAB, 2020.)